El primero, nació un 12 de julio de 1904 en Parral, Chile, y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1971; y el segundo, vio la luz un 16 de marzo de 1892 en Santiago de Chuco, Perú, y considerado el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas. Neruda y Vallejo, Vallejo y Neruda, dos vates de la poesía universal que alguna vez compartieron una gran amistad.
Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido como Pablo Neruda, después de publicar sus primeros poemarios: Crepusculario y Veinte poemas de amor y una
canción desesperada, inició su existencia viajera en 1927, designado como cónsul en Rangún, Birmania. Por entonces, Neruda gozaba de cierta respetabilidad en los círculos estéticos y todo el mundo le preguntaba en Santiago de Chile que qué hacía allí, puesto que debería irse a París. Y en efecto, en su viaje hacia el oriente, Pablo Neruda visitó la capital francesa y frecuentó los bares y cafés de Montparnasse, Le Dome, La Coupele y La Rotonde, donde conoció a varios sudamericanos; entre ellos, al propio César Vallejo.
“El gran cholo”, escribió Neruda en sus memorias, refiriéndose al autor de Trilce. “Poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas”.
Los habían presentado en La Rotonde y Vallejo, con su pulcro acento peruano, se acercó a Neruda y le dijo al saludarle:
—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Solo a Darío se le puede comparar.
—Vallejo —contestó Neruda—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.
Vallejo se molestó ante la educación antiliteraria de Neruda, pero aquella mínima dificultad pasó como una nubecilla. Años más tarde, cuando el poeta chileno volvió a París, ambos se frecuentaron mucho y se hicieron muy buenos amigos, y Neruda diría de Vallejo lo siguiente:
“Era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad. Vanidoso como todos los poetas, le gustaba que le hablaran así de sus rasgos aborígenes. Alzaba la cabeza para que yo le admirara y me decía:
—Tengo algo, ¿verdad? —y luego se reía sigilosamente de sí mismo.
Líneas después, Neruda agregó:
“Vallejo era sombrío tan solo externamente, como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, cuasi hierática. Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concierge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.”
Cuando falleció Vallejo en 1938, en París, Pablo Neru da, igual que muchos, quedó conmocionado. Al tiempo dedicó dos poemas al escritor peruano. El primero, “Oda a César Vallejo” que aparece en el primer tomo de Odas elementales; y el segundo, cuyo título es una sola letra (la letra V), aparece en Estravagario.
“Nunca olvidaré su gran cabeza amarilla, parecida a las que se ven en las antiguas ventanas del Perú”, dijo Neruda en la parte final de Confieso que he vivido. “Vallejo era serio y puro. Se murió en París. Se murió del aire sucio de París, del río sucio de donde han sacado tantos muertos. Vallejo se murió de hambre y de asfixia. Si lo hubiéramos traído a su Perú, si lo hubiéramos hecho respirar aire y tierra peruana, tal vez estaría viviente y cantando.”
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